jueves, 5 de agosto de 2010

London


Si este año (y para mí, como para muchos, los años se miden más en función del curso académico que del calendario) había sido especial y fructífero ya desde el principio a causa de las prácticas, del fin de la carrera y de las decisiones tomadas para el futuro próximo, el verano no podía ser menos.
Lo de ir a Londres surgió como una idea desesperada para celebrar que somos diplomadas, y terminó por alargarse a treinta y cuatro días que se han pasado como si hubieran sido dos. Ahora que estoy aquí, en mi habitación en Ourense, sentada junto al ordenador, rodeada de mis pósters y mis libros, me cuesta trabajo asimilar que realmente he pasado un mes fuera de casa, en la capital del Reino Unido.
¿Qué puedo decir? Las cosas no se ven de la misma manera cuando te vas un fin de semana a conocer un lugar, que cuando tienes el mes entero para sumergirte en su día a día, aun cuando treinta días son un suspiro. Yo he sido (supongo) para Londres una turista con derecho a roce.

Hay muchas cosas de Londres que me gustan, y también otras que me aturden. Me escama sobremanera el tráfico no sólo en la ciudad, sino también en carretera: es una auténtica batalla campal, un sálvese quien pueda. No hay señales, ni límites de velocidad, se adelanta por derecha o izquierda a gusto del consumidor, se pasa esté rojo, verde o azul. Los semáforos en verde para los peatones duran, con suerte, tres segundos, y hay que mirar igual porque a los conductores les importa poco que haya gente atravesando la calzada. Y el caso es que no vi ni un solo accidente en todo el tiempo que pasé recorriendo esas calles donde parece darse vía libre a todo el mundo.
Quitando eso, restando también los precios desorbitados (excepto en libros: Gran Bretaña es mi paraíso) y la comida absolutamente artificial (transgénicos, almidonados, take-away), la verdad es que no me importaría irme un añito o dos a vivir allí, y ahora que he regresado ya lo estoy echando de menos.
Lo que más me gusta de Londres es que conviven en ella atracciones para todos los gustos, como si hubiera cuatro o cinco ciudades diferentes dentro de la misma: puedes pasar un ajetreado día de compras en Oxford o en Regent Street, y de repente encontrarte con un parque de doscientas hectáreas donde volar cometas. Al día siguiente paseas por la zona más antigua de la ciudad, donde, por chocante que resulte, se levantan unos cuantos rascacielos, y después te pierdes por Covent Garden y por momentos sientes reminiscencias de Broadway. Hay mercadillos donde se venden desde relojes de bolsillo hasta espejos de Guns 'n' Roses, y librerías de seis pisos en las que podría quedarme semanas. Puedes encontrarte en la ciudad más ajetreada del mundo, o en el pueblo más tranquilo.

Para mí, que personalmente no es que haya viajado demasiado hasta ahora (pero pienso invertir mi futuro dinero y los años venideros en ello), ha sido una experiencia maravillosa, ya no sólo por ver algunos de los mejores museos del mundo o por cumplir mi sueño de pisar Stratford-upon-Avon, sino porque me he demostrado a mí misma varias cosas. Primero, que soy mucho más independiente de lo que pensaba. Y segundo, que el inglés sigue siendo lo mío. Siempre lo he adorado, siempre he sido buena y siempre había querido estudiar algo relacionado con el inglés, pero ahí estaban esa espinita y ese miedo a chocarme contra la pared a la hora de la verdad. Y la noche en que estuve cerca de dos horas hablando y hablando con un hindú pesado (qué personaje...) y descubrí que soy capaz de mantener una conversación en inglés sin ningún tipo de dificultad o necesidad de traducción, me enamoré todavía más de la lengua de Shakespeare. Cometo errores, claro que sí, y mi pronounciation tiene años luz que mejorar, pero Tim (mi profesor en la academia) me preguntaba a mí más que a nadie en la clase y me contestaba, mirándome con esos ojos suyos gigantescos: Absolutely. En inglés charlé con gente de Italia, Brasil, Turquía, Japón, Corea y otros lugares del mundo durante tres semanas, y en inglés mandé a paseo a una vecina estúpida que una noche se vino a quejar de que hacíamos mucho ruido, cuando apenas estábamos hablando en voz baja. Y, cómo no, en inglés me convertí en la persona más educada del mundo, porque otra cosa no, pero los ingleses son lo más amable y correcto que existe: please, thank you, sure, excuse me, sorry... para todo.
La verdad es que, si volviera, me gustaría hacerlo sola para practicarlo mucho más de lo que lo he hecho. Quizá dentro de no mucho tiempo.
También ha sido un mes de convivencia casi veinticuatro horas con dos de mis amigas, en general para bien, aunque siempre hay pequeños choques. Después de todo este tiempo, va a ser raro no verlas hasta septiembre y las voy a extrañar, sobre todo porque son las únicas que han sido partícipes de lo mismo y que, por tanto, comprenden cualquier broma o explicación al respecto de este tiempo.

Prêt à manger, Starbucks, Costa Coffee, Pizza Hut con buffet libre, KFC... os echaré de menos, pero ahora tengo frutas, verduras y zumo de naranja. Precipicios, duchas que no echan agua, cajón que se abre solo... os echaré de menos, pero como en mi camita no se duerme en ninguna parte. Señora del English breakfast, Mocito Feliz, notitas bajo la puerta, Jambo... os echaré de menos, pero lo de la hoja de reclamaciones iba (más o menos) en serio. Casa del libro... lo siento, pero a partir de ahora te voy a ser infiel con Waterstone's y Foyles.

ただいま!

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