viernes, 27 de febrero de 2015

Qué difícil es, a veces, cuando pasamos página, empatizar con lo que hemos sido hasta hace un instante. Leemos nuestras palabras y nos suenan vacías y falsas. No nos creemos el personaje.

¿Se aprende más de escalada cuando la caída es inminente e inevitable, brusca y pesada, o cuando nos hundimos poco a poco en arenas movedizas? ¿Es mejor un golpe seco o mil raspaduras superficiales?
¿Entiendes más de ti mismo cuando tocas fondo o la claridad es un proceso que requiere pendientes largas y poco empinadas?

Lo que no se traduce llorando, el cuerpo busca otras formas de exhibirlo. Que el camino sea más cómodo no lo convierte en sencillo. Lo que era obvio y llamativo, adopta un aspecto sutil y sigiloso; en ningún caso desaparece, no todavía, no mientras dure la aventura. 

Toca hacer las paces con el hecho de que elegir implica pelear. Toca hacer las paces con la realidad de una guerra fría conmigo misma. Toca asimilar que soy quien soy, y vivo así las cosas porque me he aceptado. 

Toca entender que lo que parece bueno lo es, de una forma o de otra, en todos los casos. Que lo que parece malo, por más que intenten convencerte de que sobrevive a la crítica, probablemente lo sea. Y, aunque haya cumplido una función y gracias a eso seas más valiente, vale la pena abandonarlo y buscar un camino mejor. Una caída más progresiva. Un suelo más acolchado.

Tengo tanto por lo que dar gracias, que no sé por dónde empezar. Al final, se resume en dos pronombres: ellos, y yo. Ellos, mis amigos, mis padres, cada persona (pocas) con la que he tenido una conexión verdadera a lo largo de mi vida; yo, las decisiones que he tomado (acertadas y equivocadas), las cosas que he aprendido y las que me propongo aprender. Soy fuerte y me ayudan a ser fuerte. Soy débil y algunas veces también me permiten serlo.

Y está bien. Y soy feliz.

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